"Se van.
Recogen sus cosas de la clase en una cartera, apagan la luz y se van.
Llegaron en los setenta. Con sus gafas de pasta, su barba, sus pantalones de pana, sus faldas demasiado largas o demasiado cortas.
Llegaron a centenares, llenando colegios hechos a toda prisa a los que pusieron nombre de poetas o de viejos pedagogos proscritos.
Llegaron con una inmensa sed de aprender a enseñar.
Pintaron los muros grises de las escuelas con dibujos infantiles.
Querían cambiar el mundo con papel continuo, unos pinceles y unos botes de témpera.
Aprendieron en las escuela de verano a bailar, a tocar el pandero, a hacer pasta de papel o a conocer el nombre de los árboles y de los pájaros.
Se contagiaban unos a otros su ignorancia y la urgencia de cambiar una España aún demasiado sucia, demasiado triste.
Se quitaron el don para tutearse con la gente. Ahora los maestros eran solo Jesús, Joaquín, Paloma, Javier, Nieves, Isidoro o Fernando.
Llenaron las bibliotecas de libros y de algún lector. La literatura infantil y juvenil se puso de moda y empezó a ser algo más que Julio Verne o Salgari.
Aquellos profes volvieron a sacar a los chicos al campo, a ver las montañas, los ríos, más allá de los Atlas.
También a las calles de los barrios rescatando los carnavales, con ropas viejas y cabezudos de cartón.
Con sus propios errores y con los ajenos fueron perdiendo por el camino sus utopías. No todas. Quizá la mayoría.
Soportaron el capricho y la estupidez de los políticos y legisladores. Protestaron, a veces no lo suficiente. No les escucharon casi nunca.
De progres e ilustrados pasaron a ser analfabetos digitales. Pero todo se aprende si se quiere.
Y -como dice la canción- el tiempo pasa y nos vamos haciendo viejos. Menos para los alumnos. Ellos los siguen viendo como siempre, aunque tenga la misma edad que sus abuelos.
Cada año en el colegio se jubila uno o dos y deja la escuela en esos días azules, con ese sol de la infancia.
Sus primeros alumnos tienen ya cuarenta años o casi. Son los famosos millennials. Algunos son parados o médicos, enfermeros, abogadas, taxistas incluso algún profesor. Son el resultado de años de trabajo sin ver nunca el fin ni el principio.
No todo fue inútil. Los hay generosos, con talento y un punto de rebeldía. Viven en España y algunos -demasiados- también en el extranjero.
Puede que paseen más por internet que por la calle. Tal vez alguno dejó colgado los estudios y el futuro y se mire las manos vacías. Eso, amigo, no se aprende en la escuela, por desgracia.
Pero sobrevivieron a la EGB, al viaje de fin de curso a Mallorca, a los amores y desamores, a la desilusión y ahora a la crisis económica.
La mayoría rechazan la idea de que nada cambiará. Lo aprendieron coloreando con plastidecor y rotuladores Carioca, oyendo las viejas canciones que hablaban de que los piratas pueden ser honrados y los príncipes, malos. Que a los lobitos buenos les maltrataban los corderos, y por eso, ellos no quieren ser ni corderos ni borregos.
Se van los profes de la EGB con el pelo gris o sin pelo. Pero se van contentos. Hicieron lo que pudieron. Más o menos. Así que se sienten pagados cuando les reconoce por la calle la sonrisa tímida de una exalumna o reciben el abrazo de un muchachote con entradas que quizá se llame Sergio ¿o era Iván?
Entonces, nuestro corazón se alegra. Luego recogemos nuestras cosas y decimos, diremos adiós".
Un profesor de EGB.
No hay comentarios:
Publicar un comentario