Les propongo un ejercicio de imaginación. Piensen en un empresario de éxito. Es una persona audaz, que ha sabido diversificar sus inversiones hasta crear un grupo de empresas que abarca diversos sectores.
Ahora piensen qué pasaría si en los lugares donde opera nuestro protagonista, un grupo de vecinos empezara a protestar y convocara manifestaciones para exigir que ese empresario subvencionara a la fuerza a algunas empresas de grupos ajenos. Es decir, que se gastara el dinero en financiar a su propia competencia. ¿Qué les parecería eso? Un disparate, sin duda.
Opinarían, con razón, que nadie tiene derecho a obligar a nadie a gastar su dinero en favorecer a otros, que la ley que lo impusiera sería injusta, que no se puede legitimar un atropello. Y sin embargo, en esa misma situación se encuentra el Estado en relación con la enseñanza.
Con el dinero público, el suyo y el mío, financia a colegios de origen e ideario privados que se benefician de conciertos a veces justificados, otras no tanto, y algunas en absoluto. Colegios que, en ocasiones, segregan al alumnado por sexos o rechaza peticiones en función del origen geográfico o social de los alumnos que no les gustan.
El Estado subvenciona la concertada pero, en una última etapa que se ha hecho eterna, ha desatendido a su propia empresa, la escuela pública, que ha padecido los recortes provocados por la crisis en una proporción muy superior a la de su competencia. Y eso también es un disparate, una situación absurda, injusta e insostenible.
La escuela pública, mixta, laica, interclasista, igualitaria y de calidad es el pilar primordial de cualquier sociedad avanzada. Que el Ministerio de Educación la considere prioritaria no es un capricho. Es su obligación.
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