lunes, 14 de agosto de 2017

Docencia y vacaciones

  • El Correo José M. Romera
De todas las críticas que estamos condenados a recibir los casi siempre incomprendidos docentes, ninguna tan insistente –y tan difícil de desmontar, por otra parte– que nuestras prolongadas vacaciones.

En el recomendable libro ‘Qué pasó con la enseñanza. Elogio del profesor’ (Pasos perdidos, 2015), la profesora Luisa Juanatey se preguntaba: «Leer no es trabajar, de acuerdo. ¿Pero tampoco para el profesor de literatura? ¿Que un profesor de física pase tiempo mirando a las estrellas, uno de arte examinando la Alhambra o uno de ciencias naturales conociendo a fondo las setas –y que todos ellos disfruten mientras lo hacen– es necesario y benéfico para que ejerzan bien su oficio, o es una censurable pérdida de tiempo?».

Pero entre los argumentos corporativos a favor de las largas ‘vacaciones’ –que, insisto, no son tales– parece predominar más el derecho a una compensación de daños, casi un periodo de convalecencia, que la necesidad de un tiempo creativo y dedicado a la propia formación.


Ninguna de estas razones impedirá que las vacaciones del docente se sigan viendo como una bicoca. A fin de cuentas, toda comparación entre trabajos distintos encierra alguna trampa. ¿Acaso existe alguna actividad laboral que no sea susceptible de que el ajeno la considere ventajosa sobre la propia, sobre todo si es observada con resentimiento, envidia o ignorancia?

Nos quedan 15 días. Aprovechemoslos.

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